jueves, 18 de diciembre de 2008

"El Payo Solá"


Alto erguido, casi siempre vestido de blanco, caminaba silencioso observando detrás de sus anteojos oscuros, mientras fumaba un cigarrillo colocado en una boquilla. Así era la imagen del Payo Solá, al final de la década de los años 20.
Fue un músico por excelencia. Pero no era un músico dedicado exclusivamente a un instrumento. El Payo Solá, puede afirmarse, era un músico múltiple, puesto que integraba orquestas tocado la guitarra, el violín, la batería, el piano, el contrabajo o el bandoneón para el no había secretos dentro del mundo de las corcheas y semicorcheas. Por esos años al caer la tarde cruzaba perdurablemente la plaza 9 de Julio dirigiéndose al cine "Güemes", que funcionaba sobre calle Zuviría. Allí junto al escenario, en la penumbra de las películas mudas, generalmente tocaba el violín.
Su cabeza de un rubio casi blanco se inclinada sobre el instrumento, mientras le arrancaba melodías dolientes con el arco que manejaba con la firmeza y suavidad que exige este instrumento. Cuando callaba la música en las funciones de verano, se escuchaba el zumbido de los ventiladores, siempre que no se proyectara una película de Charles Chaplin, donde las carcajadas acallaban las notas de la orquesta. Al terminar su labor en la zona céntrica, a veces tocaba en las confiterías, o se encaminaba hacia las afueras de la ciudad hacía los lugares donde comenzaba en las primeras horas de la noche, el baile que terminaba con los primeros cantos del gallo.
"El que toca nunca baila", es una especie de aforismo vernáculo, que pusieron en su boca los creadores de nuestro folklore actual. En esas jornadas generalmente tocaba el bandoneón. Eran tiempos en que el tango gustaba a todo el mundo, y la producción de los compositores porteños era inagotable y permanente.
A través de gente como él los salteños conocieron los compases y la melodía de la Cumparsita y otras composiciones que ganaron fama, y la conservan aún hasta nuestros días. Vio muchas riñas e incidentes de toda clase, que siempre motivaban la suspensión de la música y el retiro de la orquesta del palco que ocupaba, para evitar riesgos a sus integrantes. Su discreción estaba por sobre todas las curiosidades. Impasible el Payo veía todo ello, sin que se le mueva un músculo de la cara.
Nunca salieron de sus labios quietos esos hechos que conocía y no comentaba, como respondiendo a una especie de consigna. Era muy templado en el hablar, y no se le conocían amigos íntimos. Cuando pasaba por la calle siempre iba solo, no se detenía a conversar con nadie, y muy pocos fueron los que lo vieron sonreír alguna vez. Era un hombre que tomaba la vida en serio hasta en sus más pequeños detalles.
Representaba para muchos la presencia de la música en todas sus manifestaciones populares, y su nombre se lo ligaba al folklore local, que contaba con muy escasas composiciones, conociéndose más piezas musicales de origen boliviano o chileno. Pero fue un guía de los compositores que le siguieron creando un torrente de zambas, chacareras y canciones nativas, que llenaron definitivamente al panorama argentino con la música y el verso de nuestro Norte. Numerosos muchachos le miraban pasar, silencioso, fumando su cigarrillo, semioculto tras sus anteojos ahumados, que le protegían de la luz que cegaba sus ojos claros blancuzcos. Para esos muchachos era la encarnación de la música, en esos tiempos en que las manifestaciones de este tipo, eran un privilegio de quienes sabían tocar algún instrumento, puesto que no existían radios ni tocadiscos, y los fonógrafos eran el comienzo de una época que recién balbuceaba las primeras melodías, desde el surco chillón de los primeros discos de material plástico.
Solía ir hacia los Valles Calchaquíes, meta preferida por muchos veraneantes de la ciudad, que efectuaban el viaje en "diligencia" por el camino que corría por el cauce de los ríos para cruzar los cordones montañosos que separan el Valle de Lerma de los Valles del Calchaquí. El Payo Solá dejó transcurrir su vida entre melodías y se marcho de la escena en silencio, pensando tal vez en los acordes solemnes de una marcha fúnebre.
Sus restos descansan en el acceso norte (Rutas P 68 y N 40), de la tierra que amó y que fue testigo de los primeros años del Payo: Cafayate.
Su recuerdo es algo permanente, puesto que su nombre y su figura, surgen de una zamba que brota a través del encordado de una guitarra, que se convierte en pentagrama cuando el cantor le nombra en su canto.

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