viernes, 12 de diciembre de 2008

La "Vieja Carterita"

Entre la década del treinta y el lapso del 40, que comenzaba a asomarse con todas las sorpresas que aún perduran, recorría las calles de la ciudad la figura de una frágil anciana, vivaz a pesar de los años, que todo el vecindario de Salta trataba con un afecto peculiar, puesto que no dejaba de molestarla un poco para lograr una exhibición de su defensa personal, que se basaba en su cartera, verdadera reserva de proyectiles que utilizaba generosamente cuando se daba el caso. Por este detalle la apodaban popularmente “La Carterita”.
Solía aparecer por las calles céntricas al mediodía, o en las primeras horas de la tarde, desplazándose rápidamente, y murmurando un monólogo permanente que sólo interrumpía, cuando alguien le decía algo que la molestaba. Al mismo tiempo que caminaba por la ciudad, iba buscando de reojo a los muchachos que solían burlarse de ella, y le gritaban “Carterita”. A esta alusión respondía de inmediato con una escaramuza no muy violenta, que servía para calmar sus nervios, y al mismo tiempo para divertirse un poco.
Cuando era muy chico el provocador, se paraba frente a éste, y sonriendo con dulzura acariciaba los cabellos del pequeño audaz, que la miraba contento y sonriente, mientras repetía con insistencia “Carterita” “carterita”. Su cabeza iba tocada con una vieja “cloche”, que fue moda a fines del siglo pasado, seguramente cuando era joven, y vivía pendiente de las constantes reformas de la moda. Al principio, cuando recién apareció como personaje curioso, nadie podía identificarla, repitiendo el sobrenombre que seguramente le puso algún joven travieso, que la impulsó a armarse de las piedras con que llenaba su ajada cartera de bordes metálicos. Pero un buen día alguien contó su breve historia. “La Carterita”, era la señorita Rosita Sartori, conocida educadora que había dedicado los mejores años de su vida, a impartir la enseñanza de las primeras letras en las aulas, que abrieron en todo el país, gracias al empuje de Sarmiento, cuyo ejemplo aún estaba fresco en la memoria de la gente. Al final de muchos años de servicios había obtenido su jubilación.
Los años la colmaban de malestares que, indudablemente culminaron en una progresiva arterosclerosis, que la había convertido en el pintoresco personaje que describimos. en su mente sumida en la bruma por esta enfermedad implacable, tal vez recordaba pasajes aislados de su vida, los más alegres o los que más le gustaban, y había también momentos en que llegaban desde la sombra de su pasado, sucesos ingratos que habían quedado prendidos en su memoria. Entonces disminuía la rapidez de sus pasos, entreabría la boca, y llevándose lenta y cuidadosamente un pañuelo a los ojos, por debajo sus espejuelos de anciana, enjugaba una lágrima que caía sin sollozos por sobre sus ajadas mejillas. Era un instante breve, fugaz, en que parecía retornar hacia su estado normal, pues quedaba como atónita, mirando en torno y observando sus ropas, cual si se interrogara que estaba ocurriendo, y por qué estaba vestida tan ridículamente. Pero éste relámpago de cordura duraba menos de lo que se tarda en relatarlo, y aparecía nuevamente la inquieta y belicosa “Carterita”, de paso apresurado y de pésima puntería para lanzar proyectiles recogidos a la vera de alguna calle enripiada.
Durante los inviernos pocos o nadie la veía, pues seguramente quedaba encerrada en su vieja casa, observando la calle desierta detrás de una persiana adornada con la antigua coquetería de las colgaduras. Alguien quizás recuerde cuando fue la última vez que se la vio recorriendo, con su extraña urgencia de siempre, las calles de la ciudad, luciendo su atuendo característico y su infaltable cartera cargada de piedras.
Tal vez un día haya amanecido inerte en su lecho, donde, seguramente, mientras dormía llegó la sobria muerte para llevarla para siempre al mundo de las sombras.

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